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lunes, 27 de julio de 2009
Creo en el amor como la experiencia más maravillosa de la existencia y como generador de toda clase de alegría. Y en el amor correspondido como la felicidad misma. Pero no fui educado para él, ni para la felicidad ni para el placer. Porque fui advertido malamente contra la entrega y el gozoso abandono que supone. Cada día, entonces, todavía, es una ardua conquista, una trasgresión, una desobediencia de vida a mí mismo, una porfía. La laboriosa tarea de desaprender lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario y fatal, aquel dictamen según el cual se gana o se pierde, se ama o se es amado, se mata o se muere. La vida por lo tanto no me ha endurecido, ese tal vez sea mi mayor logro. Que me palpen de armas. Dejo a un lado si alguna tuve o me queda, toda arma que sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para ser poderoso, para triunfar en un mundo de mano armada, en el que la felicidad se compra con tarjeta de crédito. No quiero que la lucidez me cueste la alegría, ni que la alegría suponga la negación o la ceguera, pero no me es fácil. Me cuesta vivir a contratiempo, con la sensación de ser testigo de un desatino histórico gigantesco, de un extravío descomunal, tan irracional, absurdo o desolador como la bomba de neutrones. No entiendo al mundo, me parece como dice Serrat que ha caído en manos de unos locos con carnet. Me siento ajeno a la debacle pero en medio de ella, mi vida es apenas un instante en el océano del tiempo, y es como si quisiera que ese instante fuera sereno y hondo en medio de una ensordecedora discoteca o de un holocausto definitivo, siempre a punto de estallar. Me desazona la vanalización de la vida, el pavoneo de la insensatez, el triunfo de la prepotencia y de la ostentación, la deshumanización salvaje de los poderosos, la aceptación y el elogio del sálvese quien pueda, la práctica y la prédica del desamor y de la histeria. Me descorazona la idiotez colectiva, la idealización de lo superfluo, el asesinato de la inocencia, el descuido suicida, de lo poco que merecería, nuestro mayor esmero, el desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición. Me conmovió no hace mucho que el cosmólogo Sagan en un artículo extenso, escrito, como desde un punto perdido en el infinito del espacio desde el cual, el mundo se observa como una bolita cachuza, terminaba diciéndonos, besen a sus hijos. Escuchemos a esos hombres, sigámoslos. Leamos a los poetas, no permitamos que el misterio de la existencia deje de estremecernos cada día, porque es el costo más alto que podemos pagar por nuestra necedad y nuestra omnipotencia. La vida de un árbol merece nuestra devoción y nuestro más grande regocijo. Al amparo gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del sol y arrumados por el sonido mágico e irrepetible de su follaje, mecido por la mano invisible del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la orfandad. Siempre y cuando seamos capaces de desear esa gloria, mientras nos sea posible y de reconocer en ella nuestra mayor riqueza. Que la muerte no nos hiera en vida, que la ferocidad no nos pueda el alma, que nada troque nuestra dicha de estar despiertos, que una caricia nos atraviese como una flecha jubilosa y radiante. Besemos a los que amamos, amémonos.
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