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domingo, 9 de noviembre de 2008
Fíjate bien, ¡y verás cómo las plantas se parecen a las almas!
Hay arbustos fuertes, erguidos, desafiantes… pero ante los días de lluvia, de fuertes ciclones, de tormenta, caen despedazados, inertes, incapaces de retoñar jamás.
Los hay menos corpulentos, menos ostentosos, menos llamativos, pero que parecen hechos de una sola pieza… raíz desde lo profundo hasta la copa. Afrontan la tormenta, se tambalean, se desgajan y pierden hojas, pero permanecen en pie, esperando mejor tiempo para reconstruirse. ¡Y si se parten, por esa misma herida empiezan a florecer cuando llega la primavera!
Los hay siempre enredados en otros, acaparando, ahogando, absorbiendo la savia que circula y los jugos que los nutren. Y suben, cada vez más alto, pero siempre trepados, enredados.
Y los hay libres, escogidos, que necesitan estar solos con su tierra, su humedad, los rayos dorados del sol. Eso les basta!
Unos que se inclinan al paso de cualquiera, perfuman siempre y tal parece que viven arrullando. Otros, en cambio, son tan ásperos, tan duros, tan punzantes, que acercarse es un peligro… y si lo haces sin pensar, pronto habrá que lanzar un quejido desgarrador.
Los hay con bellos frutos, pero necesitan abono, rayos tibios, su propia tierra, agua refrescante y cristalina. Si los transplanta, mueren… y cando no mueren, languidecen.
Otros casi no necesitan nada para dar muestras de su presencia… y al huequito de sol que les sale al paso dirigen su gajos y se asoman al mundo. Causa admiración que casi sin cuidado, sin esmero de nadie, presenten una fronda tan viva y tan hermosa.
Los he visto que se ocultan, se cierran de noche, se refugian en cualquier cosa que los ampare. Son suaves, aterciopelados… como los sueños. A ellos llegan las abejas, las mariposas, ¡todo el que está ávido de calor, paz y dulzura!
Cuando se cuajan de frutos, algunos los bajan, para que los disfrute todo el mundo; otros los suben, los rodean de tanto follaje que acaban por pudrirse solos… acaso con unos picotazos de pájaros que luego los desprecian.
¡Es la viña del Señor! Son las almas de los hombres. Alcanza para nutrirnos a todos… Y para todos hay en este vasto campo una rosa de felicidad.
¿Por qué no sabemos encontrarla?
Hay arbustos fuertes, erguidos, desafiantes… pero ante los días de lluvia, de fuertes ciclones, de tormenta, caen despedazados, inertes, incapaces de retoñar jamás.
Los hay menos corpulentos, menos ostentosos, menos llamativos, pero que parecen hechos de una sola pieza… raíz desde lo profundo hasta la copa. Afrontan la tormenta, se tambalean, se desgajan y pierden hojas, pero permanecen en pie, esperando mejor tiempo para reconstruirse. ¡Y si se parten, por esa misma herida empiezan a florecer cuando llega la primavera!
Los hay siempre enredados en otros, acaparando, ahogando, absorbiendo la savia que circula y los jugos que los nutren. Y suben, cada vez más alto, pero siempre trepados, enredados.
Y los hay libres, escogidos, que necesitan estar solos con su tierra, su humedad, los rayos dorados del sol. Eso les basta!
Unos que se inclinan al paso de cualquiera, perfuman siempre y tal parece que viven arrullando. Otros, en cambio, son tan ásperos, tan duros, tan punzantes, que acercarse es un peligro… y si lo haces sin pensar, pronto habrá que lanzar un quejido desgarrador.
Los hay con bellos frutos, pero necesitan abono, rayos tibios, su propia tierra, agua refrescante y cristalina. Si los transplanta, mueren… y cando no mueren, languidecen.
Otros casi no necesitan nada para dar muestras de su presencia… y al huequito de sol que les sale al paso dirigen su gajos y se asoman al mundo. Causa admiración que casi sin cuidado, sin esmero de nadie, presenten una fronda tan viva y tan hermosa.
Los he visto que se ocultan, se cierran de noche, se refugian en cualquier cosa que los ampare. Son suaves, aterciopelados… como los sueños. A ellos llegan las abejas, las mariposas, ¡todo el que está ávido de calor, paz y dulzura!
Cuando se cuajan de frutos, algunos los bajan, para que los disfrute todo el mundo; otros los suben, los rodean de tanto follaje que acaban por pudrirse solos… acaso con unos picotazos de pájaros que luego los desprecian.
¡Es la viña del Señor! Son las almas de los hombres. Alcanza para nutrirnos a todos… Y para todos hay en este vasto campo una rosa de felicidad.
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